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Apatía en la estepa rusa
-“Creo que el mundo entero se vuelve cada día más resentido. Eso está llegando ahora a España también. Creía que sólo era aquí en París, pero parece que se expande cuan pandemia. ¡Oh, no!, necesito mis gafas protectoras del resentimiento”.
Si das un paso puedes verlo, es gris, húmedo. Aún se siente bajo mis pies la humedad de la lluvia. Noviembre es gris y húmedo. Esta ciudad también lo es.
Aparte de los negros que te colocan la pulsera en la muñeca a cambio de un par de euros al final de las escaleras, sólo hay gente resentida. París está lleno de gente resentida. París es…bla bla. ¿Qué está ocurriendo aquí?
Nuestra protagonista no para de hacerse la misma pregunta una y otra vez.
“París es…” afirma esta vez. Salvo que ahora ella se halla en el “banlieu” parisino. Aquí también lo son… y ahora en Lyon… y en Montpellier y en Berlín y en Múnich y en Madrid. ¿Pero qué está pasando?, ¿es nuestra protagonista la única que recapacita y se da cuenta de ello?
-“Ella es una resentida porque él lo fue con ella. ¿Por qué mostrar desprecio a una persona que te estás follando?, ¿qué tiene que demostrar él?, ¿de qué tiene miedo? ahora ella es una resentida que muestra desprecio por ese otro, y así sucesivamente. Una y otra vez. La cadena es infinita. ¿Muestras desprecio porque temes no estar a la altura?, ¿por qué necesitas demostrarle que lo estás?
Es una pandemia y nuestra protagonista acaba de comprenderlo. Es un virus tal que así:
Es verde, repugnante se transmite mayoritariamente por vía sexual pero también a través del contacto físico como abrazos entre amigos. Ahora nuestra prota está avisada. El miedo le bloquea y le impide reaccionar en un principio.
Después, tras recapacitar y atar cabos sueltos, decide cometer el peor de sus errores: si se contagia por vía sexual, incluso por simple contacto, lo que debo hacer es alejarme de todo el mundo y así impedir que me hagan daño.
Nuestra prota se va a un bosque en la estepa rusa con munición, una caña de pescar, una escopeta, una camisa de franela a cuadros (pequeño inciso, qué bien le quedan a un compañero de curro esas camisas) y un hacha para partir leña.
Nuestra prota no es que sea Chewaka pero se deja crecer barba, una barba de restos de chetos y de no lavarse la cara (sí, también se llevó un saco de chetos). Hace rasca y no es plan de salir al lago a lavarse, salvo para lo fundamental: pescar salmones.
Al principio, como cuando llegó a París todo muy guay; luchando con los animales de la ruda estepa y tal pero, un día resulta que recibe la tarjeta de la Seguridad Social y tiene habitáculo medianamente digno y le da un bajón del tipo: “y ahora qué hago, que se lo próximo, cuál es mi objetivo”.
Así que tras largas semanas de soledad, frío y cortar leña, decide que lo próximo es buscar una solución que no le aleje de nadie.
Reflexiona un rato y otro, caza un oso para pasar el largo invierno y continua reflexionando:
-“Cómo me mantuve fuera de la pandemia?, ¿cómo no contagiarme si vuelvo? Por suerte, en el sótano de su cabaña aún quedaban restos de la antigua URSS y encontró un súper láser de rayos cósmicos extra-fuerte. Tras mirar la documentación y la guía usuario, ve que podría usarlo como arma ante ese virus indolente: el puto resentimiento.
Salvo que cuando estaba en medio de la elaboración de dicho arma partir de ese láser de rayos cósmicos, se percata de que en el fondo, actuaría como los ya contagiados: atacando. Así que para y deja a un lado su invento. No merece la pena hacer aún más daño.
Solo que ahora recapacita y se dice:
-“Estos científicos de la URSS usaban este material similar a un plástico de color negro y que deja pasar la luz pero no la radiación cósmica en ninguna de sus longitudes, 100% protegida. Es una herramienta de protección individual (I <3 HSE). Si eso les protege de la radiación, ha de protegerme del virus. Así que diseña un prototipo de traje negro que recubra todo su cuerpo. Pero al poco se percata de que no tienen suficiente material, ni sería muy cómodo, especialmente para ir al baño, ni para soñar, ni para follar, …ni para vivir al fin y al cabo.
Así que su última esperanza es sentarse y recapacitar. Nunca rendirse. Pensando mucho llega a la conclusión de que no es lo suyo; que lo suyo es más bien actuar. Así que decide volver a la civilización, armarse de valor, colocarse, esas siempre tan suyas gafas negras de sol a las que nunca renunciaría (italian style, sí) y decide que se la sopla todo. Porque eso también se decide.
Que no merece la pena estar solo y no amar, ni no follar, ni no sentir, ni no nada. Que esta vida es muy dura como para vivir en la estepa rusa, que lo que sea será. Quizás fue la estepa, el antídoto, quizás sus gafas negras. Esas que impiden que el virus pase a través de sus ojos cuando alguien contagiado le miran muy hacia dentro.
Quizás simplemente es portadora de un gen o una combinación de ADN especial. El caso es que no se contagia del puto virus. Científicos estudian ahora si se trata de esto último. Quizás puedan aislar la combinación de adenina, citosina, tiamina y guanina y elaborar así un antídoto en forma de pastilla. Calculan que para el 2025 lo conseguirán pero, ¿y si el remedio era la estepa rusa, o las gafas?
Da igual, pues es un final. Feliz porque la prota termina feliz, poco importa el resto del universo. Poco importa que el resto del universo esté impedido para sentirse vivo.
Así que, tú que me lees, aunque no contagiado/a, por favor no permitas que te contagien. Ponte gafas de sol y permítete sentirte vivo/a.