.

.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

El señor de la sombra

Mister Miedo. Menudo bastardo es. Entre la oscuridad se mueve. Nunca lo puedes contemplar de frente, pero si lo intentas de reojo, notarás su espectro. De aspecto repugnante: metro noventa, 50 kilos, no más. Sus manos son delgadas y tremendamente alargadas, sin pelo ni resto de vello alguno en ningún recoveco de su cuerpo, viste siempre de negro. Ropa holgada y de algodón. Sus ojos no los puedo percibir, pero imagino que son profundos y marcados por expresivas ojeras. Quizás por eso nunca se ve de frente: porque en realidad eres tú el que no se atreve a mirarlo de frente. Con hacerlo de reojo es suficiente para que un penetrable escalofrío recorra de abajo a arriba tu espina dorsal y te haga temblar milésimas de segundo después.

El señor miedo te hastía, te persigue y tú no puedes hacer nada para impedirlo. Tratas de deshacerte, de despistarlo, primero rodeando y torciendo a la derecha, luego a la izquierda rápidamente. Pero pese a su físico deleznable, tiene unos reflejos y una rapidez nauseabundamente asombrosos.
Fuente, aquí.
No puedes hacer nada. Por mucho que lo intentes Miedo está ahí, notas su presencia, sus ojos. Te impide hacer lo que ansías, te pone la zancadilla cuando tratas de dar ese paso, te hace recordar la histéresis de la vida, te desmotiva. Todos tenemos a ese maldito señor o lo que sea detrás nuestro.

¿Cómo lo haces? ¿Cómo eres capaz de estar en todos lados y a cada momento? Incluso si tengo la plena confianza de que algo tiene que salir bien, de que nada podría salir mal, ese señor está ahí presente. ¿Por qué vistes con ropas negras?, ¿a caso no quieres ser fácilmente avistado, o pretendes ejercer de sombra de mi ser?, ¿por qué me impides actuar en consecuencia?.

Todos lo tenemos como compañía inexpugnable. El muy vil se alimenta del pus de nuestros miedos. Absorbe esas repugnantes secreciones con ansia. Cuanto más temor cree nuestro organismo, más alimento le corresponderá. Lo necesita para sobrevivir, pues se consume rápidamente a sí mismo si no hay sustento que amamantar.

En el fondo le compadezco, le compadezco porque sé que se odia a sí mismo por lo que tiene que perpetrar para sobrevivir. Aunque ello no me impide aborrecerle y odiarle con todo mi ser.

Al principio no te hice caso. Craso error. Ahora quiero deshacerme de ti con toda mi alma. ¡Vete maldito bastardo que me jode la vida constantemente!. Sal de esa sombra. Al menos da la cara infame ser. Al menos dime que ya nunca jamás te alejarás de mí. Que estarás a tres pasos de mí, que albergarás siempre mi sombra. Al menos dime que no merece la pena que lo intente, que intente deshacerme de ti. Di algo, quiero ver tu desdicha o tu rostro, la plaga de la que estás hecho. Tus dedos demacrados, tu mente retorcida.

Ahora no tengo miedo a Miedo, pero ya es demasiado tarde. Miedo se ha adentrado en mi mente, conoce mis movimientos, es más, se anticipa a ellos y ya nada se puede hacer. Por más que trate de dar un giro de 180 grados y volver sobre mis tres pasos, jamás le doy alcance. Siempre se sitúa tres pasos delante de mí. Por más que gire y corra, por más que alce los brazos, por más que grite. Siempre, siempre se situará a tres pasos de mi esencia. A tres. Quizás algún día logre construir un muro en mi mente que le impida entrar, donde ocultar ese complot estratégicamente elaborado que logre dar fin a este sinsentido. Ni siquiera se atreve a aceptar un reto a dos balas que pueda significar su o mi final. Ni siquiera. Nada puedo ya hacer. Cuan vil y mezquino es.