Soledad. Así la llaman cuando marcha por la calle. Cuando va a comprar la típica baguette también. Para el desayuno compra croissants porque es lo más estereotipado que puede encontrar en la panadería de cualquier esquina de París.
París es hermoso por la lluvia. Todo dios se queja a Soledad sobre la lluvia, sobre el constante tiempo gris que nos acecha. Ay Soledad, nos quejamos porque amamos la lluvia de París. La lluvia limpia toda la mierda. París tras la lluvia es hermoso. Por eso París es bello y atrae, por la lluvia.
Soledad es guapa también. Oh, Soledad.
Soledad quiere...
Que bonito nombre, Soledad.
Como decía, Soledad quiere explicar, que digo explicar, afirmar. Así, contundentemente, ella quiere hacer un alegato a su favor, a la soledad.
Quiere hablar también de las fruterías parisinas sin clientes en las que tan sólo entran señores en chándal.
Pero ese es otro tema. Con cierta relación, pero otro tema.
Ella puede ver al señor de la chaqueta de cuero, como se acicala frente al espejo. Se perfuma con colonia barata y se mira al espejo orgulloso. No tanto. Simplemente con un finísimo hilo de esperanza. Hoy puede suceder, piensa con cierta sonrisilla frente al espejo mugriento, típico del baño parisino vetusto o "vintage" como dirían los capullos de las inmobiliarias. Se le olvida incluso que es un espécimen especial. Con especial no me refiero a algo positivo, para nada.
Se vuelve a mirar. Luces blancas. A mi personalmente la imagen me repugna. Pero a Soledad no. A Soledad le cautiva. Soledad mira la realidad con otros ojos, ojos que yo jamás tendré. Es capaz incluso de mirar con la compadecencia y comprensión propia de una madre ante el hijo que le decepciona constantemente. Esa típica carga para el Estado, como se suele llamar.
Se engomina el pelo también. Ni siquiera Soledad sabe si lo hace antes o después de perfumarse. Ella sólo quiere ver más. A mi todo eso me parece patético.
Es entonces cuando cierra la puerta. Se cuela en el cine de la esquina. Con su chaqueta de cuero. Chaqueta en mano. Espera en el pasillo antes de entrar y escoger butaca. Las luces se apagan. Comienza la película. Por qué no, se coloca al lado de la mujer de la fila del medio. Total, ha escogido un buen asiento. Por qué no. Esperemos cinco minutos más y deslicemos la chaqueta sobre ella. Por qué no, quizás funcione. Ahora es turno de mi mano. Por qué no, quizás le gus...
-MAIS QU´EST-CE QUE TU FAIT CONNARD, MERDEEE, QUÉ COJONES IMBÉCIL VETE A TOMAR POR EL PUTO CULOOO, HIJ... (en fin, tanto Soledad como ustedes pueden hacerse a la idea de la continuación de la frase. Del resto también: Soledad observa cómo se levanta y se va corriendo asustado, mirando hacia atrás por última vez, con la esperanza de que nadie haya visto ni escuchado nada. Esperanza es idiota, por cierto. Pues una chica gritando en mitad de una proyección no es precisamente algo discreto.
En realidad, ahora la película poco importa. Ahora el centro de atención se versa hacia él. Poco importa que no recuerden su cara. Lo importante es que ha vivido un momento humillante frente a gente civilizada. Como una alimaña, vuelve a su escondrijo del que nunca debió salir. Repugnante. Cómo Soledad puedes hacer creer a un infeliz como tal, que algo tan sumamente patético y repulsivo puede funcionar. Conmovedor.
Soledad, ¿te puedo hacer una confesión? mejor no.
Llueve en París. Pero personalmente, desearía darle un nuevo uso, y meter mi paraguas por el culo del señor.
Soledad entonces no puede evitar la debacle ni sentir vergüenza ajena. Yo tampoco.
Ay Soledad, siempre pecas por exceso de ingenuidad. Soledad-Soledad, sí que eres guapa.